Supe que lo amaba en ese instante justo en que la vida se me escapaba como agua entre los dedos de una mano abierta. El golpe de la certidumbre fue tan grande que quise llorar aun cuando ya no me quedaban fuerzas más que para seguir suspirando en un afán de alargar mi agonía y vivir aunque fuera solo un poquito más.
La impotencia de darme cuenta que ya no quedaba nada por hacer destruyó lo poco que quedaba de mi corazón y sentí un frío seductor que empezó a acariciar lentamente mi cuerpo, el frío se deslizaba y yo sentía una especie de paz. Probablemente solo era mi mente desvariando y apagándose mientras mi cuerpo se daba por vencido.
Como tributo a ese amor que nunca podría ya confesarle, mucho menos demostrarle a la sombra de los arboles, cobijada en unas sabanas suaves y entre sus fuertes brazos, con mi último suspiro susurré su nombre.
Mayo 2012